domingo, 9 de setembro de 2018

Mis vacaciones...


 
Hoy vuelvo a arriesgarme a escribir de nuevo en castellano, después de casi tres años sin hacerlo.
Hace días regresé a la ciudad que ,con el pasar de los años, se ha tornado una segunda casa. Es la segunda vez que regreso a Pontevedra como turista. Y la verdad es que los ojos con que miran los turistas los sitios son distintos de los ojos de las personas que los habitan.
Una persona me ha comentado que las ciudades son como las parejas, que nos acostumbramos a sus calidades, y estas se tornan invisibles a nuestros ojos. Pero están allá.
Mi relación con Pontevedra empezó de la misma manera con que me relaciono con los locales donde no quería estar. Fue difícil, no me gustó, solo veía lo malo, o mejor…no conseguía ver lo mejor que la ciudad tenia para ofrecerme.
Despacito, descubrí encantos escondidos, que estaban delante de mí. Empiezo por lo que más me gusta…las tapas. En Portugal se come muy, muy bien, pero allá, un modo distinto de comidas, también lo conseguimos hacer. Echo de menos tapear en una mesa llena de amigos, en una terraza en pleno verano. Las tapas en Portugal no saben a lo mismo que en España, lo siento.
Sigo para el centro histórico. Tal y cual como la ciudad, no es muy grande, pero muy acogedor, con todo muy cerca. Por las noches de viernes y sábados se llena de vida y colores, con los bares típicos de puerta en puerta.
Las fiestas…debo admitir que el pueblo gallego se divierte como nadie. Las fiestas de la ciudad, que se prolongan por más de una semana. La noche de los piratas entre otras. Y la principal, la Feria Franca, en que toda la gente vuelve a los tiempos medievales, de los caballeros, duques, damas, princesas y cruzados, con trajes de hacer envidia.
Hablo de seguida de las playas, las que serían las mejores del mundo si el tiempo fuera más estable y el agua más calentita. Locales escondidos del turismo voraz, salvajes, puntos de unión entre los montes y el mar. Aguas tranquilas, teñidas de un azul cristalino, que nos hacen acordar el paraíso. Y todo esto aquí tan cerca.
Termino con lo más importante que tenemos en nuestras vidas, independientemente de donde estemos…las personas. Si me enamoré de Pontevedra, lo debo a toda la gente que conocí, con quien viví, con quien trabajé o con quien fui de fiesta. Los abrazos y las sonrisas con que soy recibido, lo atropello de preguntas sobre cómo me va la vida (no por cotillear) o el sincero “vuelves?” me hacen ver que dejé mi huella en el corazón de las personas…así como dejaron en el mío.
Como dije a mi jefa, la llamada que le hice hace tres años  a decirle que me marchaba ha sido la más difícil que tuve que hacer en mi vida. La voz embargada, el temblor de las manos, el frio en la barriga eran señal que me preparaba para marchar con toda la ilusión del mundo, pero con un peso en el corazón por toda la gente, por todos los sitios, por todas las experiencias que me hicieron crecer en Pontevedra.