Hace días
regresé a la ciudad que ,con el pasar de los años, se ha tornado una segunda
casa. Es la segunda vez que regreso a Pontevedra como turista. Y la verdad es
que los ojos con que miran los turistas los sitios son distintos de los ojos de
las personas que los habitan.
Una
persona me ha comentado que las ciudades son como las parejas, que nos
acostumbramos a sus calidades, y estas se tornan invisibles a nuestros ojos.
Pero están allá.
Mi
relación con Pontevedra empezó de la misma manera con que me relaciono con los
locales donde no quería estar. Fue difícil, no me gustó, solo veía lo malo, o
mejor…no conseguía ver lo mejor que la ciudad tenia para ofrecerme.
Despacito,
descubrí encantos escondidos, que estaban delante de mí. Empiezo por lo que más
me gusta…las tapas. En Portugal se come muy, muy bien, pero allá, un modo
distinto de comidas, también lo conseguimos hacer. Echo de menos tapear en una
mesa llena de amigos, en una terraza en pleno verano. Las tapas en Portugal no
saben a lo mismo que en España, lo siento.
Sigo para
el centro histórico. Tal y cual como la ciudad, no es muy grande, pero muy
acogedor, con todo muy cerca. Por las noches de viernes y sábados se llena de
vida y colores, con los bares típicos de puerta en puerta.
Las
fiestas…debo admitir que el pueblo gallego se divierte como nadie. Las fiestas
de la ciudad, que se prolongan por más de una semana. La noche de los piratas
entre otras. Y la principal, la Feria Franca, en que toda la gente vuelve a los
tiempos medievales, de los caballeros, duques, damas, princesas y cruzados, con
trajes de hacer envidia.
Hablo de
seguida de las playas, las que serían las mejores del mundo si el tiempo fuera
más estable y el agua más calentita. Locales escondidos del turismo voraz,
salvajes, puntos de unión entre los montes y el mar. Aguas tranquilas, teñidas
de un azul cristalino, que nos hacen acordar el paraíso. Y todo esto aquí tan
cerca.
Termino
con lo más importante que tenemos en nuestras vidas, independientemente de
donde estemos…las personas. Si me enamoré de Pontevedra, lo debo a toda la
gente que conocí, con quien viví, con quien trabajé o con quien fui de fiesta.
Los abrazos y las sonrisas con que soy recibido, lo atropello de preguntas
sobre cómo me va la vida (no por cotillear) o el sincero “vuelves?” me hacen
ver que dejé mi huella en el corazón de las personas…así como dejaron en el mío.
Como dije
a mi jefa, la llamada que le hice hace tres años a decirle que me marchaba ha sido la más difícil
que tuve que hacer en mi vida. La voz embargada, el temblor de las manos, el
frio en la barriga eran señal que me preparaba para marchar con toda la ilusión
del mundo, pero con un peso en el corazón por toda la gente, por todos los
sitios, por todas las experiencias que me hicieron crecer en Pontevedra.
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